ENTREVISTA: 16.04.2021
El director y guionista Javier Giner, autor de obras como Taxi Girl, celebra dos cumpleaños. Uno, el del día en que respiró por primera vez. Otro, el del día en que consumió drogas por última vez.
- El director y guionista cuenta en Yo, adicto su dependencia del alcohol y la cocaína y el largo camino de recuperación que comenzó con su ingreso en una clínica hace 12 años
- «Hay que hablar más de estos temas», defiende. «Lo más abiertamente posible y con el mayor rigor posible. Es la única manera que tenemos de cuidarnos unos a otros»
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Su libro Yo, adicto (Paidós) tiene que ver con ambos: en él cuenta el descenso a los infiernos de su adicción al alcohol y la cocaína y su ingreso en una clínica de desintoxicación hace 12 años, pero también todo lo que le llevó hasta allí, la sensación pegajosa de no ser suficiente, de estar maldito, de no merecer amor. La editorial califica el libro de novela de no ficción, pero quizás sea más elocuente hablar de memorias: eso es lo que hace Giner, recordar, regresar a los momentos más oscuros de su vida y muestra al lector su particular camino hacia la luz, sin sentimentalismo ni sentencias de todo a cien.
Cuenta que si ha escrito este texto es, en parte, porque él no tuvo a su disposición historias como esta, discursos que le advirtieran de la caída y le mostraran que era posible salir. No, como decía Miguel Bosé en su entrevista con Jordi Évole —con la que Giner ha sido muy crítico en redes—, de un día para otro, poseído por una revelación. Pero sí con tiempo, esfuerzo… y mucha ayuda. Su principal propósito: que se hable de la adicción con franqueza y que este libro caiga en manos de alguien que pueda estar pasando por lo que él vivió.
Pregunta. ¿Por qué contar esta historia?
Respuesta. Cuando me llama el editor, me dice: somos una editorial de no ficción, el libro tiene que ser de no ficción. ¿Y de qué voy a escribir yo de no ficción, si no tengo una voz respetada en ningún ámbito? Lo que parecía más natural era escribir sobre el cine, las películas de mi vida… Pero me mataba del aburrimiento, y no sé a quién le puede interesar, si casi no me interesa a mí. Le tengo mucho respeto al oficio de escritor, sabía desde el principio que si iba a escribir algo de no ficción, tenía que ser que para mí, a nivel íntimo, significase algo. Previamente a esta llamada yo había estado desarrollando distintos proyectos de ficción que jugueteaban con esta temática, pero me escondía detrás de personajes. De repente dije: coño, lo que tiene sentido es esto. Me siento capacitado para hablar sobre ello, no desde un punto de vista médico ni desde una atalaya, porque este libro no es una guía sobre cómo salir de la adicción, sino un testimonio en primera persona.
P. ¿Le daba miedo?
R. Mucho miedo, y creo que no es necesario explicar por qué: admitir algo así de manera pública exige un cierto grado de inconsciencia. Pero recuerdo que entré en la ducha una mañana y tuve una especie de epifanía: escríbelo, porque quizás no sea un libro que cure —un libro no tiene la capacidad de curar, leer un libro no va a hacer que superes una adicción, ni de lejos—, pero sí puede hacer que esas personas se sientan menos solas. Y sobre todo que lance ahí fuera una bengala de esperanza, de poder decir, oye, pide ayuda, no tengas vergüenza, a mí me pasó esto. Las vas a pasar canutas, te va a costar dios y ayuda, vas a sufrir como un perro, pero se sale. Se sale. No se sale con conjuros mágicos de si quieres puedes, no, hablamos de arremangarse y meterse en el lodo hasta la frente. Pero que sepas que, si haces eso, hay historias que terminan bien. Y una de ellas es la mía. Eso, tener tan claro para quién podía escribir este libro, hizo que todo lo demás desapareciese. Lo he escrito como una confesión al yo de hace 12 años o a una persona que yo hubiera conocido en la clínica y con la que puedo hablar de tú a tú, sin disfraces, sin censuras, sin pudor. Y hasta que yo no tengo el libro escrito y reviso esa primera versión no pienso: qué cojones has escrito, que esto va a estar en una librería. Ahí entra un vértigo aterrador.
P. Es muy crítico con los discursos del si quieres, puedes. En el libro habla de Querer no es poder, del libro de Arnold W. Washton y Donna Bounty, pero también de la idea. ¿Existe el estereotipo del adicto que lo es porque quiere?
R. Me parece muy curioso que en la sociedad que hemos construido entre todos haya enfermedades de primera y de segunda, enfermedades que se padecen y enfermedades que se buscan. Cuando comienza la epidemia del VIH, el sida es una enfermedad estigmatizada porque lo primero que se piensa es qué ha hecho esa persona para tenerlo, mientras que nadie culpabiliza a un enfermo de cáncer. Así como en los ochenta se estigmatizaba y culpabilizaba a los seropositivos, a los toxicómanos les pasa lo mismo. Y yo reniego del victimismo yonqui, yo no digo “pobre de mí, que la sociedad me ha hecho…”. No, yo me convertí en toxicómano, y yo soy responsable de ello, pero eso no elimina la enfermedad. Yo no me convertí en toxicómano porque quise. Muchas veces lo comparo, aunque sea un poco friki, con La invasión de los ultracuerpos: es una especie de posesión. Hay algo que te posee, que te secuestra, y no solo te secuestra, sino que te aniquila, hasta tal punto que dejas de ser tú. Tú tienes tu mismo aspecto, sigues siendo Javi, y la gente que está a tu alrededor sigue pensando que esa persona es Javi, pero la realidad es que Javi está tan enfermo que ya no es Javi. Ya no hay una identidad. Eso es la enfermedad.
P. Y también señala que no es lo mismo el consumo que la adicción.
R. Hay millones de consumidores de drogas legales e ilegales que no son adictos. Un adicto es la persona que no es capaz de dejar de consumir, que por mucho que lo intenta, que se promete a sí mismo, que se da cien mil oportunidades, no puede. Una persona que está viendo a su alrededor todas las consecuencias negativas y aun así no puede dejar de hacerlo. Por eso es tan importante pedir ayuda, porque el primer paso para la recuperación es que no es un tema de voluntad. Es que la voluntad no es suficiente. La voluntad puede hacer que tú dejes de consumir, pero el hecho de que tú dejes de consumir no elimina la enfermedad. La droga es el síntoma, no la enfermedad. Entonces el primer paso es eliminar el síntoma, bajar la fiebre, pero luego habrá que ir a la infección, a la raíz. Por eso en el mundo de la adicción se habla de que una cosa es dejar de consumir y otra cosa es recuperarse: todos conocemos historias de heroinómanos que se desintoxican, salen de la heroína y seis meses más tarde son alcohólicos, y dejan el alcohol y dos años más tarde son ludópatas. Yo mismo: dejé de beber siete meses, ¿en esos siete meses me recupero? No. La enfermedad sigue dentro. Y eso hace que después de esos siete meses la enfermedad reaparezca, y con fuerzas redobladas.
P. ¿Cómo se distingue el límite entre el consumidor y el adicto en una sociedad que normaliza cierto tipo de consumo?
R. En las entrevistas estoy comparándolo mucho con la violencia de género. A partir del documental de Rocío Carrasco, yo he escuchado a presidentas de asociaciones explicar su historia y decir: soy una mujer maltratada a la que le tomó años identificarse como mujer maltratada. Si hago el paralelismo es porque reconocerse como toxicómano cuesta mucho. Socialmente, la imagen que tenemos del toxicómano es el estereotipo más extremo. Que voy por la calle y veo a un señor que no tiene dientes, que viene de un poblado y que roba a alguien a punta de jeringuilla. Que me cuentan de un señor que se levanta por la mañana y antes de ir a trabajar se chuta una botella de vodka. Pero antes de todo eso hay muchísimos toxicómanos que, como yo, llevan vidas perfectamente funcionales, que están adaptados a la sociedad y que pueden pasar tres días sin consumir. Eso no les hace menos alcohólicos, porque en el momento en que yo me tomaba una copa de vino, hasta que no me tumbaba después de cuatro días sin dormir, no paraba. Después de haber atravesado toda esta enfermedad, yo tengo lo que llamo el radar yonqui, lo tengo implantado dentro, y detecto los problemas de consumo a kilómetros de distancia. Te sorprendería ver la cantidad de gente que tiene problemas de consumo y que es absolutamente inconsciente. No tienen la menor idea porque no tenemos las herramientas, yo no las tenía. A mí me decían: es que tienes mal beber, es que te sienta mal, es que se te va la pinza. Nadie me decía: Javi, cuidado, estás en las primeras etapas de una adicción. Es más, yo acudo a ciertos profesionales y no me dicen que tengo un problema de adicción. Por eso yo en el libro rompo una lanza a favor de que se hable más de estos temas. Lo más abiertamente posible, con la mayor naturalidad posible y con el mayor rigor posible. Es la única manera que tenemos de cuidarnos unos a otros. La gente ya se droga, y se droga mucho: hablemos abiertamente de esto, porque esto ocurre.
P. Para usted, ¿qué hubiera sido clave en el proceso previo? ¿Que esa primera terapeuta hubiera dicho: esto es lo que pasa…?
R. Voy a ser sincero: cuando acudo a terapia, es demasiado tarde. Probablemente, si una profesional me hubiera dicho entonces que tenía un problema de adicción, no le hubiese creído y me lo hubiese negado. Porque ya estoy dentro, ya he sido poseído por la enfermedad. Cuando la enfermedad te posee, ya es solo una cuestión de tocar fondo —que para cada persona tiene una profundidad diferente—, y no hay nada que te pueda parar: la única persona que puede salir eres tú. Se dice que en la vida de todo toxicómano hay un momento de lucidez, cinco minutos donde te das cuenta de que o tomas medidas o lo que tienes enfrente es el ataúd. Porque, lamentablemente, no se puede juzgar a un toxicómano como a una persona adaptada: es un enfermo, se mueve por una compulsividad incontrolable. Lo ideal hubiese sido que a mí me hubiesen explicado que al psicólogo no se va porque estás mal. Yo ahora voy semanalmente al psicólogo porque es necesario para mí, porque no paran de pasarnos cosas, porque muchas veces no sabemos cómo gestionarlas, porque la vida es una putada muchas veces, porque necesitamos un espacio donde poder explicarnos y que nos expliquen. Si a mí se me hubiese inculcado una gestión emocional a lo largo de mi educación, probablemente me hubiese salvado. Pero parece que el psicólogo es la última de las opciones, que hay que evitarlo por todos los medios porque al psicólogo van los locos. No, al psicólogo van quienes se preocupan de su salud mental, como quien va al gimnasio se preocupa de su salud física.
P. ¿De qué manera cree que le habría ayudado entonces que se tuvieran estas conversaciones, en la sociedad, en el grupo de amigos?
R. Hubiese eliminado muchísima culpa y muchísima vergüenza. El toxicómano no hace lo que hace porque se lo pase bien, nadie disfruta autodestruyéndose, nadie. El toxicómano vive en un monumento al dolor, es un sufrimiento abismal, al que se le añade la culpa, porque sabe que lo que está haciendo es autodestruirse, pero no sabe hacer otra cosa. No conoce la salida. Conocer una historia como esta, o eso pretendo, me hubiera ayudado a identificar cosas: me pasa esto, igual debería tirar por aquí. Para mí el mensaje más importante del libro es ese: no tengas vergüenza, pide ayuda. No tienes que ser un superhéroe, todos nos equivocamos. ¿Te ha pasado esto? Es una putada, pide ayuda, sal de eso.
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