OPINION: 23.11.2025
Pau García-Milà es emprendedor y divulgador experto en innovación.
Todos los días, quienes somos padres, madres, tíos o profes, vivimos la misma tensión: cómo cuidar sin pasarnos, cómo proteger sin sobreproteger y cómo no perdernos por el camino. Lo hacemos con la mejor intención, pero a veces, entre el miedo a que les pase algo y el miedo a verlos crecer, nos bloqueamos.
Semanas pasadas en redes, Borja Vilaseca (Escritor, emprendedor social, activista educativo y agitador de consciencias) nos invitaba a “tener menos miedo a lo nuevo y más a lo viejo”, sobre todo en educación.
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Este sábado, retomamos ese hilo con Javier de Haro, psicólogo, profesor, mediador y padre, que lleva más de veinte años acompañando a familias. Con él hablamos de cómo educar con sentido, con tecnología y con la serenidad de saber acompañar sin ahogar.
El arte de soltar sin desentenderse.
Javier lo tiene claro: “La clave está en diferenciar riesgo real de riesgo percibido”. A veces el peligro no está fuera, sino en nuestro miedo. Proteger no es impedir; es acompañar y enseñar a decidir.
Cuando los niños crecen en una burbuja de control, terminan pidiendo ayuda para todo, temiendo equivocarse y frustrándose con facilidad. Pero cuando les damos margen, aparece la iniciativa, la autoestima y la cooperación.
“Ajustar la autonomía por edad es el primer paso”
No se trata de dejarles solos, sino de ofrecer un espacio que crece con ellos: vallas con puerta, no muros. En casa bastan tres reglas: acordar límites simples, rituales de seguridad y revisar juntos cómo fue la experiencia. Así se educa en libertad y responsabilidad al mismo tiempo.
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Ni “helicóptero” ni “barra libre”
Hemos pasado de padres sobrevolando a padres panda. Pero no se trata de elegir bando, sino de combinar presencia sensible con oportunidades de ensayo. Javier lo resume con una de esas frases que dan para tatuar: “Ni 24/7 encima de ellos, ni barra libre. El objetivo es competencia y criterio.”
Cuando solucionamos todos sus “Houston, tenemos un problema”, sin querer entrenamos adultos dependientes. En cambio, si les dejamos probar, fomentamos la autorregulación y la capacidad de resolver.
A eso lo llama “la técnica del sheriff”: convertir una rutina en juego, dándoles el mando de algo que dominan a medias. Nombrar al “sheriff de la semana” —sea para recoger o poner la mesa— genera compromiso y sentido de equipo.
Educar también es hablar de emociones
La educación emocional no es un añadido: es el lenguaje de la convivencia que puede resumirse en tres pilares: conciencia, expresión y regulación. Un ejemplo sencillo: antes de cenar, una ronda rápida en familia con “hoy me sentí… y me ayudó…”. Sin discursos, solo práctica. Validar la emoción, marcar la conducta
“Tiene sentido que estés enfadado; no vamos a gritar ¿Descargamos con el cojín y luego hablamos?”
Frases como “Veo que…”, “tiene sentido…” o “primero nos calmamos…” ayudan a sostener el vínculo sin perder el marco. Lo que conviene desterrar: “no llores”, “no es para tanto”, “los valientes no tienen miedo”. No educan; tapan.
Qué hacer cuando explota la emoción
Javier de Haro nos propone un protocolo tan claro como práctico. Así se evita convertir un enfado en un drama. Durante los momentos de tensión, menos es más:
- Alta tensión: “Ahora primero calma; ¿agua o respirar juntos?” -> bajar la intensidad.
- Media tensión: “Te noto molesto; ¿prefieres contarlo o hacemos pausa y volvemos?” -> poner nombre a la emoción y ofrecer una herramienta de regulación.
- Pospartido: “¿Qué te ayudó y qué harías distinto?” -> cerrar reparando.
“Evita decir ‘cálmate’ como orden. Mejor ‘vamos a calmarnos’ como invitación.”
Cuando toca retirarse (o quedarse un poco más)
Acompañar no es hacer por ellos. El truco está en saber cuándo retirarse y cuándo quedarse para prestar calma.
Nos vamos retirando cuando el niño elige su herramienta y retoma la tarea; nos quedamos si sigue perdido o busca nuestra regulación.
Y si somos nosotros los desbordados, un “reset” de 90 segundos puede marcar la diferencia: cuatro respiraciones lentas, hombros atrás, palabra ancla (“despacio”) y un trago de agua. Si hay otro adulto, cedemos el turno. Si no, reducimos el objetivo: solo calmar, ya hablaremos luego.
Tecnología y calma también educan
En casa, la tecnología puede ser aliada o apagafuegos. Javier recomienda no usar pantallas para tapar emociones, sino para aprender, conectar o incluso practicar rutinas con sentido. La clave está en el uso consciente: “la tecnología educa si se usa con presencia, no con prisa”.
Preparar en frío también ayuda: acuerdos breves, frases pensadas y ensayos de salida del bucle. Educar no es improvisar cada día; es entrenar pequeñas estrategias hasta que se vuelven hábito.
Diez minutos que cambian el ambiente
Antes de dormir, la propuesta es “la ronda de tres cosas”. Es decir, qué me salió bien, qué me costó y qué necesito para mañana. Diez minutos, sin pantallas, y todos participan. Es la mejor manera de cerrar el día en calma, sin sermones ni juicios.
Y si además lo hacemos en pareja, reforzamos el vínculo y recordamos que educar también es cuidarnos entre nosotros. Porque sin adultos en calma, no hay infancia tranquila.
Educar sin sobreproteger es un acto de confianza: en ellos, en nosotros y en la vida. Como dice Javier, “el futuro se entrena con pequeñas decisiones diarias”.












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